Yo ya tenía mis planes para el
mes de julio (una semana en Segovia haciendo la Cátedra de misionología y otra
en Valladolid en el encuentro de Nueva Evangelización), pero los planes del
Señor eran otros, y él pensó que sería mejor
que estudiara menos y practicara más. Ha sido Él quien ha querido que yo
este verano conociera la “misión”, de cerca y en primera persona.
En abril, como parte de mi
trabajo, acompañé a una chica a un encuentro que organizaba la delegación de misiones
de Madrid para aquellos que querían tener una experiencia misionera en verano,
y sin saber cómo (porque ni hablo francés, ni tenía el dinero, ni tenía las
vacaciones) yo me vine con el billete de Bongor y ella tuvo que seguir
esperando.
En definitiva, he ido porque Dios
me ha llevado hasta allí. La misión no es una iniciativa nuestra sino de Dios.
No es un capricho, ni una forma de pasar el tiempo, el verano. Es algo que Dios
nos pide para un mayor crecimiento personal y para un servicio a la Iglesia. Es
un momento de encuentro con Dios a través de los hermanos. Dios sale
continuamente a nuestro encuentro, tiene sed de nosotros, y la misión es el
camino que ha elegido para algunos.
En mi caso, fue mi ignorancia en
geografía lo que me hizo preguntar por este país a un misionero, eso y mi
inquietud por conocer algo más de África. Dos preguntas mías que provocaron una
tercera en el misionero javeriano ¿por qué no te vienes, necesitamos una
persona más para poder realizar el viaje?
A partir de ese momento todo se
desenvolvió con tal naturalidad que lo único que quedaba pendiente era saber a
qué iba a allí, qué iba a aportar. La respuesta concreta no la encontré hasta
que llegué.
Una cosa tenía clara, las
palabras de Jesús en el evangelio de Mateo: <<Id, pues y haced discípulos
a todas las gentes, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del
Espíritu Santo>>. Yo era enviada, por medio de mi obispo, y estaba
convencida de haber recibido el Espíritu Santo para ser testigo Suyo en los
confines de la Tierra, o en el Chad, aunque fuera por un mes, pero ¿cómo?
Balbuceando cuatro palabras en
francés (lo que da un curso intensivo de quince días) y con la confianza puesta
en Dios, llegué a Bongor y a los pocos días otra pregunta asaltó mi mente:
¿quién enseña a quién? ¿Yo a ellos o ellos a mí? ¿Discípulos o compañeros del
camino? Todos tenemos que aprender a ser discípulos del único Maestro. Esto es
lo más bonito de la misión, el intercambio que se da entre personas tan
distintas, un intercambio que nos permite crecer y enriquecernos, un compartir
que nos acerca más a Dios y sin el cual no seríamos lo que somos. Una
experiencia que nos permite a ambos, el misionero (que va), y el “misionado”
(que está) conocer mejor a Dios, darle gracias por todo lo que nos da y
enamorarnos cada día más de Él. ¿Se puede pedir algo más?
¿Qué he visto?
Con una comunidad de cristianos
que se alimenta de la Palabra de Dios y crece alrededor de ella. Una Iglesia al
estilo de las primeras comunidades cristianas, una iglesia fresca, un manantial
de agua limpia del que he podido beber y purificarme.
He visto como gracias a esta
Palabra han surgido comunidades vivas. Comunidades donde se apoyan mutuamente,
no solo en lo espiritual, sino también en su humanidad, en sus enfermedades, en
sus carencias (personales o económicas). Una parroquia que poco a poco está
construyendo el Reino de Dios en Bongor, una ciudad donde los cristianos son
una minoría y donde el acceso a los sacramentos no es tan fácil como nos resulta
a nosotros en España.
¿Es un ideal? ¿Un sueño? Es la
cara de África que el Señor me ha querido mostrar. No es la única, y no se da
sin dificultades, pues el pecado está ahí y el hombre necesita ser siempre
redimido.
Después de darle las gracias a
Dios por ofrecerme esta oportunidad, tengo que agradecer enormemente a todos
los misioneros que me han permitido vivirla.
En primer lugar al que me acompañó; el cuidado
y el seguimiento, así como las largas conversaciones “teológicas” me han
ayudado a ponerme en situación y comprender mejor la realidad que estaba
viviendo. No ha sido una experiencia solitaria, la misión debe ser una
experiencia vivida en comunión y en relación con otros.
En segundo lugar a los misioneros que me he
encontrado por el camino, no solo por dejar que me introdujera en sus vidas y
en su misión, sino por la labor que diariamente realizan. Es evidente que es
una vocación, una vocación contemplativa en la acción, una llamada de Dios que
exige un desprendimiento muy grande. De cosas materiales de primera necesidad
(como ciertos alimentos o cuidados médicos), de apegos familiares e incluso
espirituales (siendo tan ermitaños como un monje, a pesar de estar rodeados de
gente), pero sobre todo exige un anonadamiento de uno mismo, de tu forma de
pensar y de entender el mundo, de tu cultura, de tu idioma… para ponerte en la
piel del otro sin llegar nunca a identificarte plenamente, y entonces ¿quién
eres? Eres aquel a quien sólo Dios le basta y en quien Dios ha puesto su confianza
y su gracia, como San Francisco Javier. Pero los misioneros no son héroes,
sufren y padecen, y la misión también tiene sus riesgos: ser autosuficientes y
solitarios… no es fácil, pero se puede, yo lo he visto.
Con alegría, paz, con mucho
entusiasmo… sin embargo en algunas ocasiones también me he sentido impotente…
me invitaban a la coral, pero yo no sé cantar, no era capaz de aprender el
ritmo del tam-tam o tambor, no podía enseñar en la escuela porque no sabía francés.
Se me venían a la cabeza nombres de personas que allí podrían hacer más que yo…
¿qué he hecho entonces? Estar, observar, compartir y aprender. Sobre todo
aprender.
He aprendido el verdadero
significado de la palabra misión, que no es colaboración o ayuda al pobre o a
otras iglesias, sino que es la TRANSMISIÓN DEL EVANGELIO allí donde Cristo aún
no es conocido, en lugares donde la iglesia está en germen o ni siquiera
existe, donde todavía no hay bautizo de niños pequeños porque no hay
generaciones cristianas. He conocido la alegría de poder compartir mi fe con
otros y de caminar con ellos hacia Cristo.
He descubierto la catolicidad de
la Iglesia. Hasta ahora sabía que es universal y que el mensaje de Jesús es
para todos, pero ¿cómo hacerlo posible a todos siendo todos tan diversos? He
comprendido que la Iglesia es una madre con hijos muy distintos y es admirable
cómo da respuesta a cada uno.
En la escala que hicimos camino
de Bongor, antes de coger el segundo avión, una chica mallorquina me dijo:
<<los occidentales tenemos reloj, los africanos el tiempo>>, y ha
sido una frase que ha marcado todo mi viaje. Con ellos he aprendido a valorar
el tiempo, a tener paciencia conmigo misma, a apreciar el tiempo invertido
simplemente haciéndote presente, sin más; a la importancia de dedicar tiempo
para crear relaciones, para hacer amistades, para poder comunicar sentimientos,
para poder llegar a hablar de Jesús.
Cristo está vivo y sigue
actuando, a pesar mío. La vida es más sencilla de lo que parece. Los chadianos
me han recordado lo esencial de mi fe,
me han hecho olvidar los grandes discursos teológicos en los que a veces me
encierro, y las normas y moralinas que yo sola me invento para cumplir con
Dios. Dios es más sencillo que todo eso, lo esencial es el Corazón de Jesús, y
está en el Evangelio. En el amor misericordioso que nos muestra, y que
descubrimos a través de nuestros hermanos, en la Eucaristía y en su Palabra.
Esta es la clave ¡alimentarnos de Él! Sólo de Él.
¿Ha cambiado mi
vida?
Sí, porque la historia ya no es
la misma sin este paso por el Chad. Lo que he vivido lo he vivido en primera
persona, no como una espectadora. La misión no te puede dejar indiferente. Me
ha abierto los ojos a otra realidad, a otro mundo completamente distinto del
mío y que sin embargo me está ayudando a comprenderme a mí misma y a conocer
mejor a los que me rodean, evitando juicios precipitados y erróneos.
Me ha ayudado también a disfrutar
de la relación con mis padres, a pasar tiempo con ellos sin buscar excusas u
ocupaciones, a simplemente estar.
Pero sobre todo me ha dado el
gozo y la alegría de experimentar a Cristo resucitado, me ha hecho sentirme
viva, sentirme plena, ser feliz aquí y ahora palpando lo que nos espera en el
cielo. Un gozo y una alegría que no se borran, sino que permanecen. He
saboreado en pequeñas dosis las consolaciones que Francisco Javier nos cuenta
en sus cartas.
¿Repetiría?
Sólo si Dios quiere, pues como ya he dicho la
misión no es voluntarismo, ni buenas intenciones, sino un mandato y un deseo de
Dios para encontrarme con Él. Es una página de mi vida que ya está escrita, las
demás aún están en blanco.
Almudena López
Delegación de Misiones de Alcalá de Henares
Agosto 2014
Agosto 2014
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