Un misionero que vivió una cruel
guerra civil lucha ahora contra el ébola. 16 OCT 2014 artículo de el País.
Hoy, el ébola; entonces, la
guerra. Me encuentro en Makeni, Sierra Leona, a donde he regresado hace ocho
meses. Mi primera estancia en este país fue en los años 1996-2002, en plena
guerra civil, la cual, después de 11 años, dejó el país destruido, millares de
muertos, centenares de amputados y casi toda la población afectada de alguna
manera. Fue una de las guerras más crueles de las que hubo en África en aquel
tiempo: torturas, muertes, destrucción, amputaciones de miembros como
estrategia de terror, miles de niños y niñas soldado...
A las confesiones religiosas
también les tocó lo suyo: lugares de culto, de reunión, escuelas, clínicas,
hospitales destruidos; varios religiosos y religiosas asesinados y, en gran
número, secuestrados. Estábamos aquí y compartimos los avatares, sufrimientos,
miedos... y la solidaridad y ayuda recíprocas que la gente vivió, que todos
vivimos. Aquí permanecimos hasta que tuvimos que ser repatriados todos los
europeos (civiles y religiosos), cuando los rebeldes del RUF ocuparon el país y
conquistaron la mayor parte de la capital (enero de 1999). La orientación
adoptada por la Iglesia católica era la de permanecer cada uno en su puesto,
tratando de que todo (celebraciones, reuniones, formación cristiana,
sacramentos, escuelas, clínicas) funcionara lo más posible el mayor tiempo
posible; y, cuando llegara el momento inevitable, abandonar los lugares y huir
con la gente.
Cuando la capital, Freetown, fue
atacada, los que allí trabajábamos no tuvimos tiempo ni modo, como la gente, de
huir; pasada una semana del ataque, fuimos secuestrados —junto al arzobispo y
seis hermanas de las Misioneras de la Caridad, de las que cuatro fueron
asesinadas— cinco javerianos. También fueron secuestrados otros religiosos y
sacerdotes en diversos momentos de esos largos años. Cuando el Ejército (17.000
cascos azules de la ONU) liberó la capital y alrededores, comenzamos a regresar
(abril de 1999) para seguir con nuestra presencia, reanudar el trabajo y poner
en marcha un programa de rehabilitación e inserción en la sociedad de niños y
niñas soldado, auspiciado y sostenido por UNICEF.
Aquel final de 1998, cuando los
ataques se iban acercando a la capital, fue un tiempo de miedo, inseguridad,
ansiedad e incertidumbre por nuestro (y el de la gente) inmediato futuro, pero
seguimos el protocolo: quedarnos con ellos.
Estuvimos retenidos en la misión
una semana, y otra secuestrados en poder de los rebeldes del RUF; estábamos en
su centro de mando, que tenía que moverse todos los días, dados los continuos
bombardeos que recibían del Ejército. Vimos destrucción, torturas, muertos,
cuerpos descuartizados por las bombas... Vivíamos en un continuo sinvivir, sin
saber lo que pasaría, lo que duraríamos, cuánto se alargaría la cosa. Con todo
ello, nunca cundió entre nosotros el pánico, el terror, la pérdida de control.
Las razones que mitigaron e hicieron razonable y soportable nuestra situación
fueron el haber decidido quedarnos; el haber puesto nuestra entera confianza en
el que creíamos, anunciábamos y tratábamos de seguir: Jesús; el estar
compartiendo lo que vivía la gente, sus sufrimientos y esperanzas; el tratar de
ser coherentes con nuestra vocación y vivirla con la gente a las duras y a las
maduras.
Estoy de nuevo aquí y me
encuentro con el virus del ébola; situación algo parecida a la anterior y
también diferente. Ahora tampoco nos marchamos, todos estamos en nuestros
puestos. Las razones son las mismas: vivir la fe y nuestro encuentro con Jesús
y la fraternidad en cualquier circunstancia; compartir, un poco, la situación
de las personas y comunidades con las que vivimos, y estar con ellas.
Al regresar encontré un país en
buena parte reconstruido y con esperanza, y todo esto recibe un buen palo:
muertos, familias destrozadas, personal sanitario diezmado, economía parada,
puestos de trabajo perdidos, precios más altos, escuelas y universidades
cerradas, hospitales y clínicas inoperativos por falta de medios y personal,
miedo en la población, aislamiento del país, niños huérfanos del ébola que
nadie acoge por quedar estigmatizados... Las ayudas están llegando; la Cruz
Roja Española ha instalado un hospital en Kénema.
Ahora se puede hacer menos que
cuando la guerra; está prohibida la relación con los afectados, son aislados
para evitar contagios. Las parroquias y comunidades cristianas se limitan casi
a la eucaristía. Cuando hay que ayudar a los afectados que permanecen en sus
casas aislados, lo que se entrega se deja al otro lado de la calle: el Ejército
no deja que nadie se acerque. A nosotros se nos ha pasado el miedo que nos
embargó al inicio, al no saber lo que era este virus; ahora, con más información
y siendo prudentes, nos queda un poco de desasosiego y de inseguridad, y mucha
tristeza por los afectados y muertos y por las consecuencias que esto tiene y
tendrá para el país.
Hacemos poco; casi nos podríamos
marchar. No lo hacemos porque estar es compartir juntos lo que somos —ellos y
nosotros— en estos tristes momentos. Es cuestión de coherencia (como la de
otros voluntarios y voluntarias que se han quedado o llegarán); es la forma de
vivir nuestra vocación misionera aquí y ahora. Seguimos con la esperanza,
basada en la bondad de Dios y de las personas, de que, como dice el lema del
DOMUND que se celebra este 19 de octubre, la alegría renacerá. O mejor,
crecerá, ya que nunca la hemos perdido. Ni este pueblo ni nosotros.
P. Luis Pérez Hernández sx, es
misionero javeriano en Sierra Leona.
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