La iglesia en la frontera (el
inmigrante, Jesús y yo)
Eran las 8 de la mañana en la
estación de Atocha de Madrid. Yo, un chico de 20 años, sin saber muy bien qué
iba a ocurrir en estos 15 días, me despedí de mi padre y salí a buscar al grupo
con el que iba a realizar este camino. Ese tren y el barco que cogimos más
adelante nos iban a llevar a una realidad aparentemente conocida por todos: la
inmigración. Sin embargo, ninguno imaginábamos que esta experiencia nos fuera a
cambiar tantos esquemas como teníamos y a darnos todo lo que finalmente
recibimos.
A la mañana siguiente, sin darnos
cuenta, ya estábamos metidos hasta el fondo en nuestra misión con los chicos
inmigrantes. Mi primera impresión fue fuerte, pude ver que eran iguales que yo,
con la misma alegría y la misma necesidad de compañía: me enseñó su humanidad.
Por la tarde comenzamos a
compartir dentro del grupo aquello que sentíamos, las frustraciones del día,
las alegrías, nuestro camino de fe, donde habíamos encontrado la presencia de
Dios… Además, fuimos entrando en la vida del inmigrante, en lo que había
pasado, lo que había sufrido y cómo se podría sentir aquí. Así, poco a poco,
pude ir entrando en su persona y sentir que estaba más cerca de cada uno.
A partir de ahí, fue más fácil el
encuentro con el inmigrante. Le podía dar lo que yo era y acercarme a él por
medio de una simple pulsera, en la que los dos nos conocíamos cada día más. Yo
me di cuenta de que él quería estudiar, como yo, quería trabajar, como yo, y
todo esto para formar una familia, ayudar a los demás y poder ser feliz. Pero
algo no iba como debería, yo sí podía cumplir este sueño y él no.
Esa desigualdad me rompió, porque
yo había conocido en cada uno de los chicos inmigrantes un sueño por cumplir,
un deseo de felicidad que parecía imposible de alcanzar. La inmigración dejó de
ser un “problema social” y empezó a tener cara y nombre. Sin embargo, Jesús
estaba ahí. Él estaba en cada sonrisa sincera, en cada “¿qué tal?” que
intercambiábamos, en cada uno de los que venían a las actividades con esas
ganas de aprender y disfrutar de lo poco que tenían.
Jesús tampoco faltó entre
nosotros en el grupo, porque después de estos 15 días me doy cuenta del camino de fe que hemos
hecho juntos, en lo que ha sido muy importante compartir con los demás todo lo
que vivíamos. Ha habido momentos de risas sin parar, momentos en los que era
imposible no emocionarse con el camino que Dios ha hecho en cada uno, momentos
de rabia por la impotencia de no poder cambiar la situación inhumana que hay… Y
con ellos he sentido que la amistad y fe en Jesús nos ha sostenido y abierto el
corazón a los demás.
Sumado a esto, hemos compartido
una oración y Misa cada día. Ha sido muy chulo ver que la fe crece en grupo,
como ocurre en la Iglesia, y que hemos sido una pequeña parte de la Iglesia
allí donde se necesita, en la frontera, donde parece que falta humanidad y
esperanza con la grave situación. Vivir esta fraternidad, cuando, por ejemplo,
en Misa, uníamos las manos para rezar el Padrenuestro, me ha dado mucha paz.
Sin duda, ha
habido emociones por todos lados. Hicimos una oración en la valla de Ceuta, que
tantas vidas y tanto sufrimiento se ha cobrado. Fue un momento impactante, que
me llenó de emociones fuertes sólo de pensar cómo sería cada salto o imaginar a
todos aquellos chicos inmigrantes a los que he conocido intentando cruzar. Allí
estaba la cruz de Jesús, vivida por los inmigrantes actualmente. Pero tengo fe
en que Jesús, por un camino que sólo Él sabe, resucite en nosotros y haga que
algo cambie en la situación.
Y como este,
ha habido otros momentos increíbles cargados de emociones: el paso por la
frontera, la acogida de los franciscanos en Marruecos, la visita a las
hermanitas de Jesús, la fiesta del Cordero con los musulmanes, la salida de
varios de los chicos a la Península, el salto de los 116 inmigrantes por la
valla… Es algo único lo vivido en estos 15 días, y merece la pena
experimentarlo.
Esta
experiencia me ha cambiado por dentro, me ha enseñado una humanidad increíble
por medio de los chicos inmigrantes y me ha dado impulso para continuar por el
camino de la entrega de mi vida. Doy gracias a Dios por estos días y por cada
uno de los chicos.
Javier Contreras Mora
Parroquia de Nuestra Señora de Europa,
Madrid
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