Estamos acostumbrados a viajar
cómodamente. En nuestros coches o medios de transporte rápidos y seguros. A que
nuestro pasaporte sea visto con buenos ojos en cualquier frontera y continente.
El mundo es, para la mayoría de nosotros, accesible, y de alguna manera,
amable. Las ventajas que nos aporta haber nacido en este lado de la valla son
incontables, y sin embargo, poco valoradas en
muchas ocasiones.
La pasada Pascua, un grupo de jóvenes
viajamos durante un par de noches, madrugamos y caminamos. Hacia Ceuta. Una
frontera tanto física como espiritual. Una frontera de dignidad y respeto en la
que nos cruzamos con nuestros hermanos africanos. Ellos entraban y nosotros
salíamos. Salimos de nosotros mismos gracias a que ellos abrieron su corazones
compartiendo su largo camino de desierto y heridas. De pies desnudos y muros de
alambre. De sufrimiento pero también de alegría y esperanza por haber
encontrado a Dios en sus cansados pasos. Él los condujo hacia el Centro San
Antonio de Inmigrantes para mostrarse también ante nosotros, a través de ellos.
En sus lágrimas y en sus risas. En el compartir de igual a igual nuestras
vivencias, una comida sencilla o un baile y una canción. Una muestra de
Jesucristo doliente y finalmente resucitado en todos nosotros. Blancos y
negros. Musulmanes y cristianos. Cuando a la vida se le deja fluir, se muestra
tal como es. Libre de ataduras y pasaportes.
Aunque quizá volvamos a nuestras casas, y
de nuevo la frontera quede muy lejos. Esa que un día convertimos en fiesta
podría quedar otra vez sumida en la indiferencia. Dejemos, por tanto, un
recuerdo fuerte de sus miradas, sus manos y sus abrazos en nuestros corazones.
Y reconozcámoslos siempre en todos los que pasan por injusticias y
dificultades. En ellos Dios se encuentra de manera luminosa. El trabajo de los
que están siempre a su lado no es en vano, puesto que como decía la Madre
Teresa de Calcuta “A veces sentimos que lo que hacemos es tan solo una gota en
el mar, pero el mar sería menos si le faltara una gota”.
Lucía Mesado
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