LA MISIÓN
Me siento en una silla que hay
vacía. Levanto la cabeza, en frente veo a un chico guineano de mi edad con
aspecto algo cansado y quizás aburrido. Aparentemente no somos tan diferentes.
Vale, sí, puedes fijarte en el color de piel, el pelo, los labios…; pero al fin
y al cabo podríamos tener la misma vida. Y sin embargo no es así. Si no
pregúntale a su familia, que no le ve desde hace 4 años…
Es un momento algo incómodo el de la
llegada de los chicos a San Antonio, tenemos que entretenerles de alguna manera
hasta que lleguen todos. Me siento al lado de Romual, y le gasto alguna broma
para romper el hielo; nos echamos unas risas. Entonces Rolando me llama la
atención cambiándome de sitio.
—Es
importante que mantengáis el silencio. Hay que crear ambiente. - me comenta
Rolando-.
Yo no lo entendía. ¿Cómo que crear
ambiente? Encima que estoy animando la cosa. Me guardo mi resignación para mí y
guardo silencio.
Y me mantengo callado un buen rato,
por una vez me limitó a escuchar. Y así, callado, sin participar, vivo uno de
los momentos más felices de mi vida.
La
palabra africana
—Un
día fui al mercado cuando vivía en Camerún, al mercado africano. Ya sabéis como
es el mercado africano, ¿no? - decía Rolando dirigiéndose hacia los chicos
africanos entre risas, a las que ellos respondían con más risas-.
Rolando hablaba primero en francés y
luego traducía al castellano, bueno, cuando se acordaba de hacerlo.
Y prosiguió con su relato.
—Llegué
allí, y como en todo buen mercado africano, la gente estaba chillando. Todos
los comerciantes gritaban como locos para vender sus productos. Daba igual lo
que fuera: fruta, verdura, ropa; el caso era conseguir la atención del cliente
y así lograr que éste comprara. Un auténtico caos…
Y
en medio de ese caos me fijé en un chico de unos 13 ó 14 años, así como Fofana.
- prosigue Rolando señalando al más joven del grupo-.
Todo el mundo escuchaba atentamente
al sacerdote misionero.
—El
chico no vociferaba, estaba tranquilo, y entonces me acerqué a él. Le saludé
con un saludo muy africano. Extendiendo la mano y poniendo la otra sobre el
brazo extendido. Se trata de una muestra de confianza. Al tener las dos manos a
la vista, es imposible llevar un cuchillo o navaja escondido detrás de la
espalda. Es una muestra de respeto muy valorada en ciertos países africanos.
- explica Rolando mientras lo representa dirigiéndose a Fofana-.
—El
muchacho se sorprendió de que un blanco como yo le saludase de ese modo, su mirada mostró agradecimiento.
Iba
a comprarle aquello que el chico vendía cuando de pronto me interrumpieron
varios comerciantes de los puestos de alrededor. Me recriminaban que estuviese
comprándole al chico cuando ellos me habían visto antes. Se peleaban entre gritos por decidir quién se había dirigido a mí primero.
Entonces
yo me dirigí a ellos pidiéndoles paciencia: “Hoy le toca a él, mañana a ti”, “Con
gritos no conseguiréis nada, tened paciencia y estad calmados, porque vuestro
turno llegará.” - concluye así el sacerdote mejicano.
La reacción africana
Ellos eran como los comerciantes, pero ellos esperan su
pase a la península. No debían alterarse, no debían gritar en busca de ese
pase. Si permanecían pacientes, su momento llegaría. No tenían el poder de
decidir cuándo marchar y estaban ansiosos por conseguirlo. Igual que aquellos
vendedores del mercado africano, debían esperar calmados a que su turno
llegase. A unos les llegaría antes y a otros más tarde, pero debían mantener la
esperanza, a todos les llegaría su momento.
Debían cultivar más el valor de la
espera que se encuentra en el silencio. El silencio, que viene acompañado de la
reflexión y en ocasiones también de la oración, era algo que debían practicar.
Pero no sólo el silencio y la paciencia eran necesarias. No podían quedarse
quietos esperando a que su turno llegase sin hacer nada. El tiempo debía
aprovecharse. ¿Y cómo podían ellos aprovechar el tiempo? Aprendiendo el idioma
y la cultura españolas. Uno de los chicos, Romual, decidió entonces añadir una
experiencia que le habían contado para comprenderlo mejor: Estaban dos africanos inmigrantes esperando a un autobús en la
península cuando de pronto un policía se dirige a ellos exigiéndoles los
papeles. Uno de los dos sabía español y el otro no. Aquel que conocía la lengua
reaccionó rápido diciendo que si solo se los estaba pidiendo por tratarse de
personas negras, que ellos tenían todos los papeles en regla y que iban a
perder el autobús (que justo en ese momento estaba llegando) como les
entretuviese. El policía los dejo tranquilos gracias a la rápida y oportuna
contestación del chico y éstos cogieron el autobús antes. Gracias a que uno
conocía el español pudieron seguir su camino. Si no hubiesen sido conducidos a
un CIE.
Todas estas acertadas intervenciones
de los jóvenes africanos eran complementadas con traducciones y comentarios de
Rolando, que les iba explicando con mucha delicadeza como el tiempo que estaban
pasando en Ceuta no era en vano porque era tiempo que acumulaban en España y
que les ayudaba a alcanzar esos tres años de arraigo que posibilitaría conseguir los
ansiados papeles, siempre y cuando tengan una oferta de trabajo.
Los chicos estaban tan metidos en la
dinámica que incluso algunos entablaron una pequeña discusión. Absolutamente
impresionante el motivo de la discusión: quién había sufrido más antes de
entrar en Ceuta. Rolando intentaba mediar entre ellos. Mientras tanto los
españoles tratábamos de comprender algo de lo que decían.
Algunos estaban algo alterados,
otros estaban tristes, alguno que otro un poco aburrido; yo era absolutamente
feliz. No podía pensar en nada más que en lo increíble de ese momento. Por el
momento no habíamos entablado ninguna conversación medianamente profunda con
los jóvenes africanos, y esto fue un gran descubrimiento. Pude ver por primera
vez su interioridad. Descubrí que no sólo buscan la supervivencia. Son como yo
y como cualquier persona del mundo. Sienten, reflexionan, rezan, sufren,
lloran, discuten y, sobre todo, buscan su felicidad y la de los suyos. Pude ver
a Dios en ellos, en cada uno de ellos. Y pude ver a Dios en Rolando, una
persona que parecía que tenía “superpoderes”. Cómo había conseguido entrar en
el corazón de aquellas personas, cómo les había hecho reflexionar sobre el
problema que estaban viviendo, cómo se había servido de esa anécdota africana
para ganarse su confianza. Qué grande su labor, qué grande la labor del
misionero. Yo quiero ser como él, yo quiero ser misionero.
Terminamos rezando el padrenuestro,
en francés y en español. Y también rezaron los musulmanes la fatiha. Qué valor
tenía Rolando. Qué valor al juntar a musulmanes y a cristianos y rezar juntos.
Por unos momentos el Dios de unos y el de otros se asemejaba mucho. Dios allí
estaba presente.
Eso es la misión. Nada más que eso.
Javi Baratech – Madrid
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