¡Boza!¡Boza!
(¡Victoria!¡Victoria!). Escuchamos los gritos en el silencio de la madrugada de
nuestra habitación. Sorpresa, miedo, inquietud y alegría. Miles de sentimientos
y sensaciones que se chocaban dentro de mí. Quería gritar y guardar silencio. Mientras,
los inmigrantes bajaban la calle camino al CETI, celebrando la última victoria
en su conquista del sueño europeo. Después silencio.
La
segunda noche que les oí, ya sabiendo lo que significaba el griterío, volví a
la cama y pasó mucho tiempo hasta que pude volver a dormir. Pensaba en su duro
pasado y futuro. En como dejando todo atrás, su familia, amigos y paisajes se
habían embarcado en el viaje que les ha traído hasta mi país. Un país, como
todos, construido a través de generaciones de inmigrantes y emigrantes.
Jóvenes
y niños con sueños y esperanzas como los míos: un trabajo digno, una familia, un
hogar; pero sin mis derechos. Nacidos al otro lado del charco y por ello
considerados ciudadanos de segunda.
Les
miro, escucho, veo sus sonrisas, su indignación, sus miradas ausentes, viajando
a los duros momentos del camino y me siento pequeña, hasta ridícula en mis
quejas del día a día, en mis enfados por nimiedades, en mi creencia de merecer
todo lo que tengo.
Estas
dos semanas han sido un regalo precioso. Hemos podido acercarnos al inmigrante
y ensanchar el corazón, los objetivos principales del campo de trabajo.
Personas de otras culturas y religiones nos han abierto las puertas de sus
templos y corazón de forma altruista. Con la única intención de conocer mejor
lo que nos une y dejar a un lado lo que nos separa. Han sido días de abrir
nuestra mente y alma, apartando la mochila que traíamos de conocimientos,
prejuicios, comodidades, etc.; para empaparnos de esta realidad. Una realidad
sin filtros, palpable, vibrante y llena de vida.
Gracias
a Dios, los pequeños milagros que suceden en el San Antonio y Ceuta no son un
hecho aislado. En Martil (Tánger-Tetúan), nos sentamos en el Centro Cultural
Lerchundi, con subsaharianos, marroquíes y europeos a crear lazos y buscar cómo
mejorar. Cómo enfrentarnos a esta realidad que vivimos y cómo construir desde
nuestra posición un mundo que acoja al inmigrante. De este encuentro tan
especial destaco cómo cambiar la visión que tenemos del inmigrante, de
amenazante a enriquecedor. Integrar haciendo ver y aprendiendo de sus
capacidades y conocimientos, trabajando con ellos de igual a igual. Recalco
también que en todos los grupos de trabajo partimos todos de la misma idea:
todos tenemos historias de emigración cercanas y en el futuro podremos ser
también inmigrantes en otro país. ¿Cómo queremos ser acogidos?
Son
muchas las experiencias vividas, pero me es imposible compartir todo. Muchos
momentos están todavía macerándose, y como el pequeño grano de mostaza darán
fruto, pero todavía es pronto para saber cuándo y cómo. Estoy convencida además
de que todo lo recibido en estos días no puede expresarse en palabras, hay que
vivirlo. Mirar a los ojos al otro y acogernos mutuamente. Abrazarnos en un
gesto, una mirada, una escucha y empezar de nuevo cada día, en el
convencimiento de que sólo el amor acabará con la ignorancia y miedos que nos
hacen construir vallas en vez de puentes.
Al
final de la película 14 Km se citaba un texto de Rosa Montero, muy duro y real:
“Seguirán viniendo y seguirán
muriendo, porque la historia ha demostrado que no hay muro capaz de contener
los sueños”
Soñemos entonces juntos con el
mundo que ellos y nosotros queremos, sabiendo que cada segundo de nuestra vida
cuenta y podemos aprovecharlo para cambiar el mundo desde nuestro pequeño ámbito
de acción. Cuando veas a un inmigrante, a cualquiera más débil y desprotegido mírale
a los ojos, tiende tu mano, déjate hacer.
“…porque
el más pequeño entre vosotros, ése es el más grande”, Lc 9, 48
Ana Doreste Velázquez -
Madrid
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