Doce… el
número resuena en mi cabeza, agudos martillazos, mi corazón se para y busco
aire a mi alrededor. Nadie hace nada. Doce. No son importantes. No los han
escuchado…
Soy
María Ortín, una joven inquieta que buscaba vivir la Pascua de manera diferente.
Había estado el verano anterior en Ceuta, en el Centro de San Antonio con Maite
y el javeriano Rolando, compartiendo con Inmigrantes africanos risas, alegrías,
saltos de valla, historias y amistad. ¿Qué os puedo decir? Me enamoré de Ceuta
y la humanidad con la que allí acogen al que sufre. Por lo que decidí irme esta
Pascua allí ¿Qué mejor manera de estar junto a un Jesús sufriente que con
aquellos que viven en sus mismas carnes la injusticia y dolor que Él mismo vivió?
Mi
sorpresa fue encontrarme con que fueron ellos los que me acogieron a mí. Ellos,
que venían de realidades tan duras que difícilmente podemos imaginar,
consolaban a mí, a penas dañada mi alma. No me quito de la cabeza los oscuros
ojos negros que tenía en frente, me miraban con una intensidad y amor con la
que nunca antes me habían mirado. Mis lágrimas corrían a borbotones por mis
mejillas pensando en mi escaso sufrimiento mientras esos ojos se apiadaban de mí
¿Cómo es posible tanta fortaleza en un hombre? Atravesó el desierto, perdió familiares,
subió en una barca teñida de sangre, esquivó a la muerte… y aun así, sus ojos
brillaban con tanta fuerza… sufría por verme a mí llorar. Su mirada me decía
que no llorara más, que lo dejara ir, que él cargaba con mi pena.
Desde
luego que vi a Jesús esta Pascua, pero no era yo la que lavaba los pies ni la
que me sacrificaba por nadie. Eran esos ojos, pues no le importó su dolor
particular y cargó también con el mío. Y, al igual que Jesús, nadie supo la
magnitud de su sufrimiento y sacrificio pues, ojos como esos, mueren cada día
en silencio.
Mientras
yo volvía a casa en un confortable ferry un tanto mareada por el oleaje, una
patera se hundía en las aguas del estrecho. Los noticieros de la mañana
recitaron: “Doce personas mueren al intentar cruzar en patera”. El número
resuena en mi cabeza como agudos martillazos, mi corazón se para y busco ayuda
a mi alrededor, pero nadie hace nada… Mientras busco aire me viene a la mente
las bocanadas inertes que ellos no pudieron dar y se ahogaron en el mar de la
indiferencia, porque aquí nadie más ha escuchado la noticia… y entonces lloro,
pero ya no están esos ojos para consolarme ni llevarse mi tristeza…
La
muerte de un europeo tiene importancia, se protesta, se llora, nos indignamos…
¿Por qué no tiene la misma valía la de un africano? ¿Por qué la gente sigue su
camino? En el mejor de los casos, de los más empáticos, se escucha un “pobrecillos,
qué injusticia” pero seguimos con nuestra rutina; poco podemos hacer, nos
decimos.
No
quiero negarlos, ni una, ni dos, ni tres veces. Quiero alzar la voz por
aquellos doce que murieron en silencio, quiero ser su voz. Porque ahora sé dónde
está Él, he visto su cruz en sus historias de sufrimiento, de pérdidas, de
superación y quiero ayudar a levantarla como vosotros habéis hecho conmigo esta
Pascua. Porque eso es el significado de ser cristiana. Gracias hermanos por
enseñármelo, por ayudarme. Os llevo a todos en mi corazón. Os quiero.
Afortunadamente
de esos doce… uno sobrevivió.
María Ortín Soriano
Teruel
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