Ferry, destino a Ceuta. Iba solo,
pero qué fácil fue llegar a esta ciudad con un poco de dinero y algunos
billetes para el transporte. En dos semanas, sin saberlo, iba a vivir una de
las experiencias más impactantes de mi vida, una experiencia que tatuaría mi
corazón para siempre. Pero como todo tatuaje, la tinta no impregna ni
profundiza la piel sin dolor y un poco de sangre. Iba a una misión con
inmigrantes, pero con una venda en los ojos. Sí que estaba abierto a todo, y la
oración de los días anteriores me ayudó a eso, pero mi ignorancia sobre la
situación tan compleja de la migración y acerca
de mi función concreta en el campo de
trabajo, dejó paso a las sorpresas que esta experiencia me ha ido regalando,
como un misterio que se va desvelando poco a
poco.
Todo empezó de una forma muy
intensa y muy bonita. Conocí al grupo con el que iba a compartir esos quince días y todo fueron buenas impresiones. Al día
siguiente de la llegada empezaba nuestra tarea con los inmigrantes. Nuestra
misión todas las mañanas consistía, mediante diferentes talleres
–alfabetización, manualidades e informática–, en ayudarles a prepararse para desenvolverse
mejor en un futuro cuando llegasen a la península, además de sencillamente
estar y hablar con ellos para conocernos poco a poco y, desde toda la humildad
y honestidad posible, los acompañábamos e íbamos abriendo nuestras vidas: con
sus heridas, sus esperanzas, sus batallas, sus caminos.
Cada día veíamos a esos chicos
que venían con una cruz de sufrimiento a sus espaldas. Jóvenes con ilusiones y
sueños que luchan por conseguir una meta en la que no faltan los obstáculos. Pero
en sus ojos brilla un universo de alegrías, miedos, personas, familias y
experiencias. Me han enseñado tanto esos
ojos, esas miradas tan penetrantes…
Luego venían las impotencias y
las frustraciones: siempre nos preguntábamos qué podíamos hacer por ellos, si
lo estábamos haciendo bien o si podíamos cambiar algo, pero no siempre
encontrábamos respuesta. Te ves tan pequeño ante ellos y esa situación tan poco
humana y tan injusta… Sientes que haces poco y que no puedes hacer nada en un
mundo que lo pone todo en contra, en un mundo lleno de fronteras materiales y
espirituales.
Ves cómo
salen de sus países para conseguir un mejor nivel de vida, para huir de
guerras o de la corrupción política, para seguir estudiando o trabajar... Son
muchas las razones que les hacen emprender un largo camino hostil en el que
ponen en riesgo sus vidas para llegar a su destino. Todo son obstáculos, pero
cuando llega la hora de entrar en España, se
encuentran con que tienen que atravesar una
valla altísima que, como si de unas garras de fiera se tratasen, les rasgan la
piel: aunque eso ya no les importa, tienen más rasgado el corazón y unas
concertinas afiladas o unos cuantos guardias no los van a parar.
Al grito de ‘boza’ –libertad–, y derramando sangre, corren por las calles eufóricos
de haber conseguido cruzar a España. Luego ves cómo se desvanece el sueño
cuando se dan cuenta de que no son bien acogidos o los cogen y los devuelven de nuevo a África, después,
claro está, de quedar como los malos de la película “gracias” a algunos medios
de comunicación.
También gritan a la libertad
cuando salen sus nombres en las listas para venir a la península, momento en el
que manifiestan felicidad a la vez que dudas y miedos ante lo desconocido, y
llega la tristeza de tener que separarse de las amistades que habían forjado en
el CETI –Centro de Estancia Temporal
de Inmigrantes– y en Ceuta. Cuando
van a salir para cruzar el estrecho tan temido y añorado te preguntan, pero, ¿qué les
dices? ¿Les vas a decir que la vida en la península no es tan fácil y que a lo
mejor no son tan bien acogidos como se piensan? ¿Que quizás no cumplen sus sueños? No, ellos te miran y te
abrazan para sentirse consolados y solo puedes darles
mucho ánimo, decirles que nunca pierdan la felicidad que guardan y que luchen
por lo que desean. Y con lágrimas en los ojos te despides con una sonrisa y
algo de esperanza.
Tampoco se me olvidará nunca la
fe que tienen la mayoría y lo presente que tienen a Dios en sus vidas y en todo
su camino. La mayoría afirmaban que sin Él habrían tirado la toalla.
Volvía a coger el ferry para
volver a mi pueblo, pero esta vez miraba el mar desde otra perspectiva.
Mientras Ceuta se alejaba, pensaba en la suerte que tengo, en la suerte que
tenemos de poder cruzar el estrecho sin ningún problema y lo que dan y darían
muchas personas por poder montarse en ese barco y llegar a la península.
Le daba también gracias a Dios
por todo lo vivido, por todo lo entregado y por todo lo que hemos recibido. En
ese tatuaje de mi corazón me llevo muchas cosas: el conocer la dura realidad de
la migración y la convivencia entre diferentes culturas y religiones, testimonios
impresionantes que llegan al alma, la importancia de la empatía y la voluntad…
Pero sobre todo me quedo con las personas que he conocido
y lo que esconden sus miradas: miradas que reflejan la grandeza de Dios
a la vez que su humildad y su pequeñez. Ilusiones que atraviesan corazones y
esperanzas que nutren nuestra fe.
Estoy muy agradecido a todas esas
personas que he conocido y que el Señor ha puesto en mi camino para abrirme un
poco más los ojos. Siempre estaréis en mi corazón y, lo más importante, estáis
ya en el corazón de Dios. ¡Gracias!
Antonio Guerrero Quesada
Seminario Diocesano de Jaén
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