El 7 de julio iba de camino al
aeropuerto con mi amiga Marta, mis padres y Manoli (Franciscana misionera de
María). Allí nos esperaba un grupo de jóvenes y misioneros, con los que iba a
compartir esta experiencia de misión que Dios ponía en mi verano. Tenía muchas
ganas de empezar, pero también miedos e inquietudes. Allí entramos en 2
realidades distintas dentro de Marruecos: en Tetuán y en Midelt.
En Tetuán, el objetivo era vivir
la “Fraternidad Humana”, por medio de la realidad que viven los inmigrantes y
el encuentro con los musulmanes.
La situación de los inmigrantes
en España no se parece a lo que viven en Marruecos, esta es mucho más dura:
pasan hambre, no tienen nada, están siendo perseguidos... Cuando lo imaginaba,
entendía que era una vida difícil, pero fue el momento en el que uno de ellos
me dijo: “Es mi cumpleaños y no tengo nada para comer” o “me voy contigo a
España y trabajo para tu padre en lo que me pida”, cuando me hice realmente consciente
de su sufrimiento y de la injusticia. Además, sentí una gran impotencia, ya que sólo podía escuchar y acompañar, pero no cambiar
la situación.
Durante aquellos días, yo me
preguntaba dónde estaba Dios y por qué yo era tan afortunado. En cierto momento
no le encontraba. Pero poco a poco me fui dando cuenta de que Él sí estaba,
tanto en la esperanza y fe de los
inmigrantes, como en todos los religiosos y misioneros que les cuidaban. Incluso
en otras realidades: no se me olvidarán los días que visitamos en Tánger la
casa de las Misioneras de la Caridad, que acogen a madres sin marido y a niños
abandonados. Ahí está Dios, su rostro sufriente en todos ellos, y ahí está su
Iglesia, entregándose y cuidando a los más pequeños, sus preferidos.
15 días más tarde, bajamos a
Midelt, una ciudad al pie de la cordillera del Atlas. Allí hemos compartido
muchos momentos con familias marroquíes. Durante todo el mes, nos han acogido y
tratado como miembros de sus familias. Que personas que no nos conocían, siendo
nosotros extranjeros, nos invitaran a té en sus salones, junto a toda la
familia, era algo muy bonito y rompió nuestros esquemas.
3 días más tarde, subimos a
Tatiouine, un pueblo bereber en la montaña. Esa misma noche, nos invitaron a
cenar “tayín” de pollo. Fue un detalle precioso, porque no les sobra el dinero
y en cambio, nos ofrecieron una comida exquisita. Doy gracias a Dios por su humanidad y su acogida, que muchas
veces tanto nos falta.
En Tatiouine hemos vivido realmente
la misión junto con las Franciscanas Misioneras de María, compartiendo también sus momentos de oración
en su humilde capilla. Jesús estaba en el centro: Él era la fuente de donde
sacábamos las fuerzas. Durante el día, éramos los animadores del campamento
junto con otros marroquíes, pero nuestro papel no era más que ser presencia y estar a disposición de los demás monitores. Esto ha sido difícil
para mí en los primeros momentos, pero me ha ayudado a descubrir que muchas
veces los misioneros son la presencia de Dios en los lugares donde parece que
no está.
Durante todo el mes, he podido
ver a Dios de manera muy fuerte en las personas del grupo, en los momentos de
compartir, en los misioneros y su entrega… Por ejemplo, en misioneras como Marie
se puede ver claramente el paso de Dios: ella se ha fiado de Dios y vive con plenitud, entregándole todo lo que
tiene (con 91 años y el brazo escayolado), subiendo la montaña, siempre con una
sonrisa y dando gracias a Dios.
Me han
ayudado a conocerme más y conocer más a Dios, ver su paso en toda mi vida y
confirmarme en mi camino misionero. No todos los momentos han sido fáciles,
pero Dios ha estado presente este mes y le doy gracias por seguir acompañándome
incluso cuando no le siento. Le doy gracias también por todas las personas que
ha puesto en mi camino durante toda la experiencia, que me han llevado a Él.
Sin duda, merece la pena fiarse de Dios y dejarse conducir por Él.
Javier Contreras Mora -Madrid
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