Marta de pie en el centro junto a los demás
Mis padres misioneros.
Este verano he vivido una
experiencia misionera en la misión que los javerianos tienen en Santa Cruz
(estado de Hidalgo, México), junto a cuatro compañeras y el padre Antxón. El ir
a América Latina me removía por dentro y me traía muchos recuerdos de República
Dominicana, el lugar que me vio nacer y donde di mis primeros pasos (ya que mis
padres fueron laicos misioneros allí y por eso nacimos sus tres primeros hijos
en aquel lugar). Esto no me ha hecho sentirme triste y añorar, sino que me ha
ayudado a experimentar también México como mi casa.
Zohuala y la Laja.
Hemos estado 15 días en la
comunidad de Zohuala y 6 en La Laja. Ha sido una verdadera riqueza porque eran
muy diferentes y cada una nos ha brindado algo distinto. Zohuala es una
comunidad más tradicional, donde se conservan la lengua indígena náhuatl y los
vestidos típicos, y donde mucha gente vive aún del campo. Es una comunidad muy
religiosa que acude a todas las actividades organizadas en la iglesia. La Laja
es una comunidad más pobre y por ello se ha visto obligada a abrirse al
exterior y trabajar fuera, por lo que el español ha sustituido al náhuatl y los
vestidos tradicionales a la moda occidental (al menos en más casos que en
Zohuala). La Laja es más abierta y conocedora del exterior, pero por otra parte
tiene menos costumbre de asistir a la Eucaristía y otras actividades
eclesiales.
"nos
acogieron con el corazón abierto y brindándonos todo lo que tenían"
Reciprocidad.
En ambas nos acogieron con
el corazón abierto y brindándonos todo lo que tenían. Cuando pienso en nuestra
presencia allí, me sale la palabra “compartir”. Es cierto que uno siempre
recibe más de lo que da, pero durante este mes me he dado cuenta de lo mucho
que también das si pones el corazón en ello. Yo sentía que nosotros estábamos
dándonos lo mejor que podíamos, aportando cada uno lo mejor de sí, y que a la
vez estábamos recibiendo agradecidamente lo mucho que la gente nos brindaba.
Creo que ésta es una clave de la vida misionera: el compartir, la reciprocidad,
el que somos para alguien y los demás son para nosotros. Hay que encontrar,
pero también dejarse encontrar; hay que descubrir, pero también dejarse
descubrir; hay que servir y dejarse servir, hacer y dejarse hacer. Ser uno
mismo y ver al otro en su riqueza única.
Trabajos comunitarios.
Nosotros intentamos
ayudarles (al menos a los jóvenes) a ser menos tímidos y abrirse un poco más a
los demás, les mostramos la importancia que tiene la igualdad entre el hombre y
la mujer y les enseñamos nuestros juegos y canciones, y ellos nos enseñaron
generosidad (dar hasta lo que uno necesita), hospitalidad (abrir la puerta a
quien no conocemos) y solidaridad (apoyo a todos los miembros de la comunidad,
pues entre todos hacían los trabajos comunitarios y no dejaban que nadie pasara
hambre). Virtudes que, en nuestro mundo “en crisis”, no nos vendría nada mal
aprender.
"Hasta la más pequeña oración que hacíamos en las casas iba acompañada de signos (agua, fuego, copal y flores) y de un ambiente de respeto y profundidad que ayudaba realmente a entrar en la dimensión de lo sacro"
Entrar en la dimensión de lo sacro.
Algo que también disfruté
mucho conviviendo con la gente de las comunidades fue su fe tan sentida y su
recogimiento al estar en el ámbito de lo sagrado. Hasta la más pequeña oración
que hacíamos en las casas iba acompañada de signos (agua, fuego, incienso –
copal y flores) y de un ambiente de respeto y profundidad que ayudaba realmente
a entrar en la dimensión de lo sacro. Esto también podríamos aprenderlo
nosotros los europeos, ya que muchas veces nos falta capacidad para entrar en
esta dimensión. Lo bonito era, también, que aunque nuestra manera de vivir la
fe era diferente a la suya, el hecho de compartir la misma fe nos unía mucho y nos
hacía estar unos pendientes de los otros, para aprender que hay distintas
maneras de vivirla y celebrarla.
Alegría al estar agradecida.
Las despedidas siempre son
tristes y este caso no fue una excepción. Sin embargo las viví con gran
alegría, a pesar de la tristeza de decir adiós para siempre a gente con la que
has compartido tanto, a la que has amado tanto en tan poco tiempo y que te ha
amado a ti sin que hayas hecho apenas nada. Las viví con la alegría que se
siente cuando uno está agradecido. Y es que nos regalaron tantas flores, hasta
gente que casi no conocíamos y que habíamos visto muy poco, y con tanta emoción
en los ojos por despedirnos, que era imposible que aquello te dejara
indiferente. Recuerdo que Felipe, el catequista de Zohuala, nos dijo que él no
estaba triste, sino contento. Creo que se refería a lo mismo que yo ahora.
Disponibilidad para Dios.
He vivido el “adiós para
siempre” como parte importante de mi tarea misionera. El que no vayas a volver
a ver a esas personas no impide que te entregues del todo a ellas, y creo que
ésta es otra enseñanza para nuestra vida: darnos del todo en todo momento,
independientemente de a quién y por cuánto tiempo. Dios pide eso, que queramos
a todo el mundo y tengamos la libertad de marcharnos a querer a otros cuando Él
nos lo pida. Es por eso que el misionero deja su casa y a su gente y marcha a
un lugar desconocido: no es él quien decide ir, sino Dios quien lo manda.
Marta
Medina Balguerías
"el misionero deja su casa y su gente y marcha a un lugar desconocido"
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