10/8/19

Abrir el corazón desde lo pequeño y la sencillez


Marruecos ha sido un lugar para comprender lo que significa tiempo. Y es curioso cómo la palabra se ha abierto camino en dos experiencias que, aparentemente, no tienen por qué tener mucha conexión. Pero, aunque ya haya revelado lo que me llevo de todo esto, empecemos por el principio…

Todos hemos oído mil veces que de la misión uno vuelve habiendo recibido mucho más de lo que ha dado. Yo era uno de ellos. Y cuando esta frase te la sabes de memoria, empieza a diluirse en tu cabeza. Pierde sentido y se vuelve indiferente. Es normal. Cada día escuchamos muchas historias; tristes, conmovedoras, transformadoras, dramáticas… Y aunque seamos capaces de ser sensibles a ellas, no las hemos vivido en nuestras propias carnes. Y eso marca la diferencia.

La semana de misión en Tatiouine busca el encuentro con la realidad misionera en la realidad de un pueblo bereber. Una realidad en la que descubrí la lengua de Dios, y en la que vi más presente que nunca el significado de la comunión. Te encuentras en medio del monte sin hablar francés, árabe y, mucho menos, bereber. El primer día te preguntas cómo demonios vas a conseguir llevar a un grupo de niños durante toda una semana. El segundo día ya te ves haciendo maniobras corporales y aprendiendo el par de palabras básicas para hacerte entender. Un lenguaje de gestos y miradas. Un silencio terrenal que te acerca al lenguaje de Dios. Porque sí, Dios habla a través de gestos, a través de miradas (a no ser que tengas la suerte de escuchar una voz que desciende de lo alto, en cuyo caso, tu deber como cristiano será compartir tu secreto con nosotros).
Y después de que Dios haya hablado, la comunión. La común unión entre personas de culturas tan diferentes, entre personas de religiones tan diferentes. “El que menos tiene es el que más da”, otra de las frases que hemos escuchado en innumerables ocasiones. No voy a ser yo el que diga si es verdad o no. Pero lo cierto es que me he encontrado con personas que no tienen nada, y que aun así te dan su mejor té y sus mejores dulces. El amor hacia los demás es tan profundo que el desprendimiento es total. Pobreza terrenal pero riqueza en bondad, en amor. Pero la comunión también espiritual. Sentirte como en casa con gente con la que apenas cruzas un Hola, ¿qué tal? Seguido de su nombre y un apretón de manos con dos besos (¡como mínimo!). Yo creo que sigo sin saber de verdad lo que es la misión, pero también creo que me he acercado a ella y he podido comprender mucho mejor lo que significa: hacer presente a Jesús a través de tu vida, metiéndote de lleno en la cultura, amándola y respetándola. No es más ni menos que estar, dar tu vida (pero de la forma más humana y terrenal, no pensando en cosas imposibles. Dar tu vida, darte a ti mismo, como eres, en el día a día). La misión es, de alguna manera, dejar entrar en tu corazón el lugar al que vas. Porque solo así, y de manera desinteresada y totalmente involuntaria, puedes dejar a Jesús allí.

Y después del esfuerzo de la primera semana, el esfuerzo de la segunda: los ejercicios espirituales. Una semana de oración intensa en un lugar, podríamos decir, dedicado a la oración intensa: el Monasterio de Notre Dame del Atlas. Un lugar donde, además, se produce una comunión de religiones y donde se respira un claro aroma de santidad. El lugar propicio para la búsqueda de Dios.

“El tiempo es oro” o, como me gusta decir a mí: El tiempo lo es todo. El tiempo, tu tiempo, que usas para darte a los demás de una manera desinteresada, por amor. Todo el tiempo que te regalan sin conocerles. El tiempo que le dedicas a Dios. No hay nada más que tiempo en esta vida que se nos ha regalado. Tiempo que no nos pertenece pero que usamos y que aprendemos a usar. Descubrimos que es lo único necesario para crecer en las relaciones.

Esto es lo que me llevo, ni más ni menos que la vocación del AMOR, en mayúsculas, que se da sentido con tiempo y humildad, conmigo, con los demás y con Dios.

Bajo la inmensidad del cielo me pregunto
si mi gesto cambiará el pulso de la historia.
Entonces cae una hoja marchita por el tiempo
y me susurra que los incontables son los que necesitan mi voz,
los innombrables que cuente con ellos,
y que no hay mayor cambio de compás
que olvidarse de todo aquello que me ciega
y empezar a dar oxígeno y respirar de los que de verdad cuentan.
Porque un día mi color se apagará y seré feliz al caer,
por haber dejado que mi gesto sea abrir el corazón y entender
que si lo que hay detrás es verdadero amor,
se hará desde lo pequeño y la sencillez.

Pablo de Diego Becerra - Madrid












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